
Realidades en ficción: relato de un abuso camino del instituto
Lo siguiente que se lee es un relato de ficción basado en la realidad que muchas mujeres, en este caso adolescentes, sufren. Los personajes, acciones y espacios que se describen a continuación son imaginarios y no existen en realidad. Sin embargo, este tipo de situaciones sí. Asimismo, se informa de que la siguiente narración contiene descripciones gráficas de abuso sexual que podrían herir la sensibilidad del lector. Se recomienda prudencia.
Un lunes cualquiera en cualquier lugar una chiquilla está desayunando. Apenas un vaso de leche y un par de galletas son todo lo que forman la que debería ser la comida más importante del día. Su madre le regaña. “Hija, deberías comer más”, le dice mientras se sirve una taza de café. “No empecemos, madre”. Madre. Ahora le ha dado por referirse a ella de esta manera. Pero que se le va a hacer, está en esa época rebelde. La temida adolescencia y todos los cambios hormonales que trae consigo. Esa etapa de inestabilidad que una vez superada se añora en parte.
Adormilada, pues es temprano, la chiquilla apura su vaso de leche y lo deja en el fregadero una vez lo ha terminado. Se dirige a su cuarto y de un pequeño pero funcional armario retira un uniforme escolar. Una falda gris que, puesta, queda tres dedos por encima de sus rodillas. Ni muy larga, ni muy corta, a su entender. Como el tiempo aún es cálido, decide que la mejor idea es ponerse el polo de manga corta, blanco y con el escudo del colegio bordado en la parte superior izquierda. Aún así, como la mañana es fresca, también opta por cubrirse con el jersey verde. Una vez acaba de vestirse, se peina frente al espejo. No es coqueta, pero le gusta llevar el pelo arreglado a clase. Se lo recoge en una coleta y se pone un poco de perfume. Después prepara la mochila, recoge la merienda de media mañana de la cocina y despidiéndose de su madre sale por la puerta de camino a un día más de instituto.
Mientras baja las escaleras se da cuenta de que es más tarde de lo que pensaba. Por eso, cuando abandona el portal del edificio apura el paso. El colegio no está lejos de su casa, a apenas diez minutos si se coge un pequeño atajo que cruza un descampado. Se trata de una obra abandonada antes de empezar. Alguien debió pensar que ahorraba mucho tiempo cruzar aquella descuidada extensión de tierra y rompió la alambrada que indica que se trata de una propiedad privada. Sabía que a su madre no le hacía mucha ilusión que cruzase por ahí. Al fin y al cabo, era un delito hacerlo. Por eso normalmente no lo tomaba ese camino. Pero hoy era tarde. Y si volvía a llegar tarde a clase de Inglés el profesor le pondría una amonestación grave. Ya se lo había avisado la última vez.
Cruza por el agujero, que cada día es más grande, y comienza a caminar entre los pocos desechos materiales y escombros que quedan de la pausada construcción. Probablemente se tratase de un intento más de bloques de apartamentos u oficinas que se paralizó cuando estalló la burbuja inmobiliaria. Al fondo, a la izquierda de una gran aplanadora amarilla, la chiquilla vislumbra la abertura que permite la salida de la parcela. Una vez la haya alcanzado sólo tendrá que caminar un par de minutos más en línea recta por una poco transitada calle hasta llegar al colegio. Mira el reloj. Va a llegar a tiempo. O eso cree ella.
Apoyado en la aplanadora, un señor de mediana edad, unos cuarenta y tantos, fuma. Cuando repara en el hombre, le invade una ligera sensación de miedo. No presenta mal aspecto, ni parece que vaya borracho o tenga malas intenciones, pero ella ha escuchado muchas historias. Por eso, y para su sorpresa, se encuentra a sí misma aligerando aún más el paso. La sensación de miedo desaparece cuando se da cuenta de que el señor está inmerso en sus pensamientos, sin levantar la vista del suelo. Sin reparar en ella. Eso la alivia.
A pocos pasos de la salida, tropieza con un ladrillo que no ve. Y aunque no cae, llama la atención del hombre, quien la mira fijamente. Cuando sus miradas se cruzan por un instante, él sonríe. “¿Estás bien, princesa?”, le pregunta mientras se acerca a ella. Al ver que se aproxima, la leve sensación de miedo de antes se convierte en un pronunciado terror y puede notar como sus latidos se aceleran. “Si, estoy bien”, responde como puede y continúa su camino. Pero a altura de la aplanadora, el hombre la detiene. “¿Seguro? Parece que te has dado un buen golpe”, insiste en preguntar. “No, de verdad, estoy bien, solo llego un poco tarde a clase”. Piensa que si le dice esto la dejará marchar. “Bueno, tampoco pasa nada por que llegues un poco tarde, estás aquí conmigo que te has dado un golpe. Yo se lo diré a tu profesor”. Cuando acaba de decir esto, el señor está ya muy cerca y su mano se posa sobre el hombro de la chiquilla, que mira con desesperación el agujero en la alambrada. El que conduce al colegio. Aquel sitio que ella desprecia con todas sus fuerzas pero al que ahora solo quiere llegar.
El hombre coge a la chiquilla por la barbilla y, con suavidad, la obliga a mirarle a los ojos. “¿Cuántos años tienes?”, pregunta con una amplia sonrisa en la boca. Como la chiquilla no contesta, aprieta su barbilla con un poco más de fuerza. “Respóndeme, ¿no?”. Pero la chiquilla se niega a darle a aquel señor ningún tipo de información. Sonará a cliché, pero su madre siempre le dice que con los desconocidos no se habla. La mira de arriba a abajo, deteniendo sus ojos en la gris falda. Y la chiquilla puede imaginarse lo que está pensando aquel señor tan despreciable que la retiene contra su voluntad.
“Bueno, debes de tener unos quince o dieciséis años, porque las niñas más pequeñas no se ponen la falda del uniforme tan corta”, dice mientras se ríe. “Eres muy guapa, no creo que el profesor se enfade porque llegues tarde. A las caras bonitas se les perdona cualquier cosa. Mira, yo te perdono que estés siendo tan maleducada conmigo. Bueno, te perdono si me das un besito”. Y al decir esto, los ojos de la chiquilla se inundan. Su corazón cada vez late más fuerte. El miedo se convierte en ansiedad y le está empezando a costar respirar. “No te asustes, que yo solo te quiero el bien. Venga, si me das un beso dejo que te vayas”. Al escuchar eso, intenta zafarse de la mano del hombre, y lo consigue, pero entonces él la agarra por la nuca. “Vamos, si viendo lo cortita que llevas la falda no es la primera vez que das un besito a alguien”. La chiquilla asiente con la cabeza. ¿Qué otra opción le queda? Él se acerca y le da un beso breve en los labios. Luego la suelta. “Venga, vete, que llegas tarde”. La chiquilla tarda unos segundos en ser consciente de que ha sido liberada. Luego, sin pensarlo más, echa a correr en dirección al colegio. Llorando.
Lo más triste de este relato de ficción es que las situación que narra tienen un importante reflejo en la realidad social. Día a día, adolescentes de todas partes tienen que hacer frente a este tipo de situaciones, más leves o más graves, y convivir con ellas. Hombres que silban desde coches y gritan cosas obscenas o que las paran por la calle, las persiguen o tocan. Las intimidan, las intentan comprar con dinero u otras cosas y, muchas veces, como en el caso del relato, se propasan. Incluso dentro de los propios centros educativos se dan algunas de estas conductas. Este tipo de situaciones no son exclusivas de las chicas que llevan uniforme, pero es curioso observar como este despierta un gran interés en algunos hombres. El uniforme escolar es una prueba casi segura de que la chica o chico que lo viste es menor de edad. Por eso, el hecho de que se le apliquen connotaciones sexuales tan visibles a este es una muestra de que existe una cultura de la sexualización de chicas de instituto muy clara y demasiado integrada.
Si has pasado por algunas de estas situaciones y necesitas desahogarte puedes contarlas en nuestra sección Espacio Seguro de forma anónima y sentirte arropada por otras mujeres que, como tu, han vivido ese tipo de experiencias.

